Que la llamada a ser «la monumental novela de una generación» naciera en un Telepizza de provincias es, cuando menos, una declaración de intenciones. Una jovencísima universitaria compartía con su novio de hace una década impresiones sobre La broma infinita, que ambos acababan de leer, ante un par de pizzas con muchas menos ínfulas que su conversación. No recuerda si fue ella misma quien hizo el comentario o si lo hizo él, lo mismo da: la obra magna de David Foster Wallace, publicada en 1996, había quedado desactualizada.
No era la ausencia de internet, que irrumpió en nuestras vidas unos años después. Tampoco, ya que estamos, la omnipresencia del teléfono móvil, entonces poco más que una extensión del inalámbrico. Lo que envejecía aquel mamotreto de 1.200 páginas, crítica voraz del sistema capitalista, era que ponía la mira en la búsqueda incansable de entretenimiento cuando lo que ansiábamos todos desesperadamente mientras la estudiante y su novio charlaban y seguimos deseando 10 años después es la calma.
«A partir de ahí, yo empecé a fabular, intenté escribir algo y no salió bien. Me di cuenta de que aún no tenía el conocimiento necesario para emprender un proyecto así. Luego me puse a escribir otras cosas y lo dejé un poco olvidado». Es seria, Sara Barquinero (Zaragoza, 1994). Quizá demasiado seria para tener 30 años. No divaga nunca, va al grano pero tarda en contestar. Reflexiona. Sonríe sólo pasado un rato, cuando relaja el hermetismo y deja que por los resquicios de la intelectual dueña de sí misma asome la niña que un día quiso ser cantante. «Concretamente, cantante de La Oreja de Van Gogh», especifica, y aparece esa media sonrisa tímida.
Su nombre asaltó las páginas de los suplementos culturales a finales de febrero cuando publicó Los escorpiones (Lumen), un libraco de 800 páginas estructurado en cinco novelas entrelazadas y tres interludios con multitud de personajes, de escenarios y de tiempos. La obra de toda una vida recién estrenada la treintena. Pero aquella avalancha de menciones no siempre vino acompañada de elogios. Entre muchas recomendaciones, intensas loas a un trabajo descomunal y múltiples llamamientos al nombramiento inminente del Libro del Año hubo quien calificó su obra de «ambición desmedida». Para mal, claro. Se armó un gran revuelo, de esos que dan vidilla a los corrillos literarios muy de vez en cuando: había que leer aquel libro y, sobre todo, había que opinar sobre aquel libro.
Vuelta la calma, ella se encoge de hombros y lo asume, sin más: «Intento no darle demasiada importancia y centrarme en mis cosas. Tampoco tengo tanta relación con las redes sociales».
Sara Barquinero ha dejado durmiendo en casa a su gato Borraja, prácticamente el único ser vivo retratado en su Instagram rebosante de libros, y recibe en la cafetería de abajo, uno de esos locales cuquis de la bohemia madrileña de Malasaña que sirven batidos y zumos elaborados con combinaciones vegetales imposibles en frascos de cristal con pajita. Pide un café con leche, mondo y lirondo. La vida moderna es un mero objeto de estudio para la chica reflexiva del flequillo que aguarda sentada en la única mesa de una terraza improvisada en el zaguán. Mientras su generación, en la linde entre los últimos millennials y los primeros zetas, vive inmersa en la rapidez de los vídeos de TikTok ella pasa sus horas en Quora, una plataforma de preguntas y respuestas que recuerda a la internet primigenia.
En un foro de aficionados al manga conoció a Santi, un amigo al que sólo desvirtualizó alguna vez pero cuya influencia le hizo decantarse por la Filosofía, tanto, que el pasado julio se doctoró en Filosofía con una tesis sobre la categoría estética de lo sublime en Immanuel Kant. En un foro de discusión entre suicidas, el único que le ha llevado a trabajar de día por puro mal rollo, encontró el impulso definitivo para su obra magna. «Es difícil saber qué es procrastinación y qué inspiración cuando uno entra ahí. Como los vídeos de maquillaje de Instagram: ¿Es una pérdida de tiempo o es documentación para desarrollar una historia?», se pregunta. No responde.
«Lo había dejado con mi novio, se me acabó la beca y me quedé sola en un cuchitril lleno de cucarachas. No hacía nada más: escribir e ir a terapia»
La idea aquella de actualizar a Foster Wallace seguía rondando la cabeza de la joven escritora cuando terminó su estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hace cinco años. «Acababa de terminar de escribir una novela, lo había dejado con mi novio (que no era el mismo que el del telepi), se me acabó la beca y me quedé sola, desocupada y viviendo en un cuchitril lleno de cucarachas. Además, había discutido con mi mejor amigo. ¿Sabes esos momentos en que piensas: qué más me puede pasar? Así que me centré a muerte en Los escorpiones. Estaba fatal y no hacía nada más: escribía e iba a terapia. La primera parte la terminé en un par de meses», recuerda, y confiesa: «Me asusta un poco que mi estrategia fundamental para sobrellevar el sufrimiento sea buscar el rendimiento literario. Es súper perverso».
Más o menos esa misma aleatoriedad que ha ido configurando la carrera profesional de Sara Barquinero es la que somete a sus personajes de ficción, abocados por accidente a situaciones extremas a caballo entre el thriller y la psicodelia. No es casualidad que la primera protagonista de Los escorpiones se llame Sara, aunque la autora deja clarísimo que cualquier parecido con ella es pura coincidencia. «Me resulta más cómodo contar cosas mías con personajes muy alejados de mí. Es más fácil que diga lo que de verdad pienso en boca de un hombre de otra época que de una mujer de mi edad». Ahí lo deja.
A diferencia de la nueva hornada de escritoras, huye de la autoficción: «Hay gente que tiene mucha gracia pero a mí me queda como un lloriqueo». Quizá por eso rechaza de pleno eso de que ha escrito «la gran novela de una generación». «Para empezar, es algo que no se puede decir ahora. Hoy por hoy es sólo un argumento de venta; dentro de 20 años quizá sea un argumento real. Y además, toda novela decente es generacional. Incluso con una utopía política de ciencia ficción súper abstracta estás repasando los temas de tu tiempo. Es inevitable», asegura.
Pensó en un momento dado en introducir un juego con el lector y dejar plantadas por internet pistas falsas vinculadas a los textos que estructuran la trama, llena de foros, diarios, cartas, emails y notas al pie, para sembrar la duda. Le hacía gracia jugar con la verosimilitud, por eso creó una protagonista tocaya. La dimensión del proyecto, sin embargo, la obligó a centrarse en el papel.
«Prefiero decir lo que pienso en boca de un hombre de otra época que de una mujer de mi edad»
Llegados aquí, quizá es momento de explicar que su novela de novelas, el libro pantagruélico por el que le han llovido aplausos y hostias, ambas cosas con inusitada intensidad, habla sobre una teoría de la conspiración con tal poder de manipulación que es capaz de llevar al suicidio a sus acólitos. Una secta de origen protofascista y masón que aprovecha la viralidad de internet y la soledad de la civilización moderna para alimentarse de sus anhelos y crear el caos. En la era de la imagen, además, aquí el influjo entra por el oído a través de unos sonidos binaurales que llevan a la locura. Si Foster Wallace apelaba al entretenimiento infinito, Barquinero llama a la calma con el mismo extremismo. Ha cumplido el objetivo que se marcó a los 20: actualizar la crítica al capitalismo salvaje que inició su colega estadounidense casi tres décadas atrás.
Y claro, tales aspiraciones en una escritora joven y casi desconocida no dejan indiferente a nadie. La crítica más despiadada a Los escorpiones la firmó Alberto Olmos en El Confidencial. «800 páginas: la hazaña fallida de Sara Barquinero», titulaba una disección entre la condescendencia y el despedazamiento que describía «un apreciable intento de super-novela que acaba revelándose como el camino de aprendizaje de una escritora». El crítico ha rechazado comentar su opinión con La Lectura y remite a lo que escribió: «Reiterar esa opinión sería como proponer una obsesión malsana en perjuicio de otro (de Barquinero), algo de lo que estoy muy lejos. Me parece muy bien que alguien venda libros», aclara por correo electrónico. Volvamos, pues, a su texto.
Antes de pasar a analizar los pormenores de lo que define como «un pecado de extrema juventud fallido en todos sus órdenes, amén de exasperante», Olmos aludía a la promoción. Efectivamente, la novela llegó a las librerías envuelta en un sonoro bombo editorial y en una llamativa faja escarlata que enumeraba «elogios», de Elvira Navarro a Luna Miguel pasando por Carlos Zanón y Andrés Barba, y destacaba una recomendación en particular firmada por Elizabeth Duval, escritora, filósofa y gran fichaje de Yolanda Díaz el pasado verano como portavoz de Feminismo, Igualdad y Libertades LGBTIQ+ de Sumar: «La novela española de mayor ambición en los últimos años». Ah, la ambición.
«Estos apoyos no nos hablan de un mundillo donde todos leen a todos y se interesan por los jóvenes autores, sino de un entorno (muy Duval) donde la habilidad social y la autopromoción son la única forma de recabar reconocimiento. Cuando alguien tiene súbitamente muchos blurbs muy pintones no es un gran escritor (pudiendo serlo), sino un gran relaciones públicas», sentenciaba el crítico de El Confidencial.
«Quizá mi ambición sea desmedida y me pueda consumir, pero allá cada uno con su ego»
Antes que él, y en un tono notoriamente menos enconado, firmaba su reseña Juan Marqués en La Lectura, en la que aseguraba que Los escorpiones es «una de esas obras que justifica que sigamos leyendo novelas». Al teléfono, y pasada ya aquella marejada, reconoce que la nube de recomendadores que acompañó el aterrizaje de Sara Barquinero en Lumen también lo tiró a él para atrás en un primer momento: «Venían de gente que no se ajusta a la idea de literatura que tengo yo». De hecho, por eso no leyó su debut, Estaré sola y sin fiesta: «Lo dejé pasar».
En cambio, el propio hype sí lo llevó sin remedio a su segunda propuesta en el sello de Penguin Random House: «Empecé con muchos prejuicios, veía con antipatía que iban a pasar muchas cosas con esta novela, preveía poca chicha literaria pero mucho acontecimiento, pero cuando sólo llevaba 200 páginas me lancé en Facebook: Los escorpiones no era ningún bluf sino un novelón muy meritorio, una cosa importante. Me tiré a la piscina, sí, pero cuando me equivoco lo digo. Y al terminarla respiré tranquilo», asegura.
Para él, el voraz ataque a la «ambición desmedida» de la joven escritora a la que aludía la crítica de Jesús Ferrer en La Razón viene más motivado por las compañeras de viaje de Barquinero que por la obra en sí: «Hay mucha gente que odia a Liz Duval o a Luna Miguel, pero las buenas novelas al final se imponen. No es nada fácil ridiculizar Los escorpiones porque la realidad es muy terca. Hay gente que hubiera podido dar tres vueltas al libro si hubiera dedicado a leerlo el mismo tiempo que ha dedicado a criticarlo».
«Es muy difícil pedir a la gente que lea sin prejuicios», asume la autora, después de posar tímidamente en diversos rincones de su barrio iluminados por el sol primaveral y llegados a su librería de cabecera, Tipos Infames, donde presentó en sociedad una década de trabajo a finales de febrero. «Tampoco creo que el prejuicio más grande que hubiera contra mí fueran los nombres que aparecían en la faja», apunta. «Hay algo que puede echar más para atrás en un primer acercamiento. Lo sé porque yo misma he sido este tipo de lectora. Cuando eres una persona muy inteligente y muy leída muchas veces consideras que la literatura contemporánea es menor. Para esos lectores cuyos autores más actuales son Pynchon o Bolaño que alguien que por su perfil sociológico tendría que escribir novelitas se meta en su terreno les resulta retador. Si en lugar de firmar yo firmase un señor de 65 años quizá todo habría sido de otra manera».
«Si en lugar de firmar yo firmase un señor de 65 años todo habría sido distinto»
¿Habla la famosa ambición de Sara Barquinero? «Exactamente, soy terriblemente ambiciosa en todo, a nivel macro como micro. Si cocino un plato de espaguetis tiene que quedar perfecto. No hago las cosas a medias. Quizá es desmedido porque me puede consumir, pero allá cada uno con su ego».
Del perfeccionismo de la zaragozana habla con un entusiasmo arrebatador su editora María Fasce, directora literaria de Alfaguara, Lumen y Reservoir Books. La primera vez que se encontraron le sorprendió su seriedad. Llegaba a ella tras leer el manuscrito de Estaré sola y sin fiesta y le preguntó si tenía algo más entre manos. Sí, llevaba seis años escribiendo una novela estructurada en cinco novelas que transcurren en distintos lugares y épocas. «Sara, quiero leerlo todo», le imploró. «Salí de allí con una excitación como de cita amorosa», confiesa ahora al teléfono. Después de leer lo que llevaba escrito de Los escorpiones y de mostrarse dispuesta, incluso, a eliminar de un plumazo una de las partes, más de 200 páginas fulminadas sin mirar atrás, el flechazo se convirtió en contrato editorial por tres novelas. «Es algo extraordinario, no es que no haya leído nada así en español, es que no conozco un proyecto de esta ambición en PeriodistasdeGénero. Como decía Capote, en ella se unen el don y el látigo».
Reconocía Alberto Olmos unas líneas más arriba que le parecía muy bien que la gente vendiera libros. Y aquí es donde realmente ha encontrado Fasce la confirmación de que su intuición iba por buen camino. Los escorpiones está imprimiendo su cuarta edición y agotó la primera en una semana. «Para mí siempre es un misterio por qué se vende o no un libro, pero cuando llega una obra de este calibre parece que sorprende más», asegura Gonzalo Queipo, fundador de Tipos Infames. «Muchos lectores nos han comentado que son temas sobre los que, de entrada, no les apetecía leer, pero la novela les ha enganchado».
¿Y qué hace una escritora de 30 años que ya ha escrito su obra magna? Por si alguien tenía dudas, su editora avisa: «Tenemos Sara Barquinero para rato». Estos meses, se encuentra inmersa en la reescritura de El desapego. Ha decidido cambiar de narrador. Que no decaiga esa ambición desmedida.