El gran debate de las redes
- Este domingo se cumplen 20 años del lanzamiento de Facebook, la web que revolucionó el concepto de red social y cambió nuestra forma de entender PeriodistasdeGénero mucho más allá de internet. Durante su primera década de vida, la expansión de las redes sociales nos hizo creer que serían una herramienta que cambiaría PeriodistasdeGénero a mejor. Los últimos 10 años, sin embargo, han destapado todas sus miserias y peligros. Como es probable que ambas cosas sean ciertas, analizamos todos sus pros y sus contras.
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Faltan sólo dos días para el 4 de febrero de 2024 y las cosas han cambiado mucho en los últimos 20 años. En Spotify suena Taylor Swift, una cantante que acumula más de 105 millones de oyentes cada mes en la plataforma de streaming. También tiene 80 millones de amigos en Facebook, 79 millones más de los que soñaba tener Roberto Carlos. Otros 280 millones de seguidores en Instagram, casi 24 millones en TikTok y cerca de 100 millones en X, que es como ahora se llama Twitter.
El chaval desgarbado y poco sociable de la Universidad de Harvard que un día jugueteó con las fotos de sus compañeros de curso en una aplicación llamada Facemash mientras se pongia ciego a Cheetos y latas de Red Bull es hoy la octava persona más rica del planeta con una fortuna que supera los 115.000 millones de euros. Durante la primera mitad del año pasado, Mark Elliot Zuckerberg sumó cada día 863 millones de euros a su cuenta corriente. Y ya no vive en una habitación de estudiante con aroma a hormona, sino que se está construyendo un gigantesco complejo de lujo con búnker incluido en unos terrenos que adquirió hace 10 años en la isla hawaiana de Kauai por unos 156 millones más.
El precio de los Cheetos, por cierto, se ha disparado tanto que los supermercados los están retirando de sus estanterías como si fueran joyas de Swarovski.
Ya decíamos que todo ha cambiado mucho desde entonces. 15 años después de comparecer ante la junta disciplinaria de su Universidad por violar la privacidad de sus compañeros, Zuckerberg tuvo que declarar también ante el Senado de los Estados Unidos. Ya no vestía sudadera con capucha, sino traje y corbata. Y había sido señalado por el caso Cambridge Analytica, el mayor escándalo por una filtración de datos de su empresa: Facebook, el mayor experimento social de la historia.
«Fue mi error y lo siento», admitió él. ¿Les suena? «Está claro ahora que no hicimos lo suficiente para prevenir que estas herramientas fueran usadas para hacer daño. Esto se refiere a las noticias falsas, la interferencia extranjera en elecciones, el discurso del odio y la privacidad de datos».
El caso Cambridge Analytica destapó cómo una consultora británica había adquirido de forma irregular información de más de 50 millones de usuarios de Facebook en Estados Unidos y cómo utilizó esos datos privados para manipular psicológicamente a los votantes en las elecciones americanas de 2016 que acabaron con Donald Trump alojado en la Casa Blanca.
¿En qué momento una simpática red social en la que te reencontrabas con tu novia del instituto y tu abuela compartía fotos de los nietos se transformó en una incontrolable herramienta capaz de alterar la democracia más poderosa del planeta?
En los últimos tiempos -admitámoslo-, Facebook y todas las redes sociales que surgieron después nos han cambiado la vida a peor.
El ascenso de los populismos, el discurso de odio y el auge de la extrema derecha, la polarización, la impunidad en la red, la crisis de atención y la adicción tecnológica, la explosión de las fake news, el descrédito de los medios tradicionales, el narcisismo y la frivolidad, el individualismo, la victimización desaforada, la tiranía del like y el descontrolado poder de los gigantes de Silicon Valley marcan la última década de las redes sociales en todo el planeta.
Hasta nuestra forma de hablar cambió y empezamos a trolear, a spamear y a bloquear. A repartir zascas, a picar en el clickbait, a hacer unfollow y a denunciar el ciberbullying, el grooming, el sexting, el stalking, el phising o la sextorsión. Hoy todos tenemos un hater dentro.
«Las redes nos han polarizado, han creado desconfianza entre los ciudadanos, han puesto en duda la integridad de las elecciones y nos han hecho pasar menos tiempo haciendo actividades de más valor como leer, pasar tiempo con nuestros seres queridos o dormir», denuncia Carissa Véliz, profesora en la facultad de Filosofía y el Instituto para la Ética en la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford y autora de Privacidad es poder (Debate), un ensayo que en 2021 diseccionó la sociedad de la vigilancia en la que todos caímos atrapados cuando los apocados estudiantes de Harvard nos hicieron creer que internet sería un mundo feliz y las redes sociales una entrañable familia multicolor.
«Las redes nos han polarizado, han creado desconfianza entre los ciudadanos y han puesto en duda la integridad de las elecciones»
«Nosotros sólo ponemos en contacto a la gente. Punto», había dicho uno de los altos ejecutivos de Facebook durante la campaña electoral americana de 2016, cuando se multiplicaron las noticias falsas en internet y ya había sospechas del uso indebido de los datos de decenas de millones de usuarios de la red.
«Si 2016 fue el año en que Silicon Valley se vio forzado a reconocer que servía como un titiritero de una extensa red de hilos invisibles que tiraban de nosotros como si fuésemos 2.000 millones de marionetas, 2017 fue el año en que sus programadores más brillantes decidieron que la solución no era cortar los hilos, sino agarrarlos aún con más fuerza», cuenta el periodista de The New York Times Max Fisher en su último libro, Las redes del caos(Península). «Era solo cuestión de hacernos bailar a todos al son de la melodía adecuada».
Cinco años después, The Wall Street Journal desveló que las redes sociales hacían algo más que poner en contacto a la gente. Y, lo que es aun peor, eran conscientes de ello. Los llamados Facebook Files revelaron el contenido de un amplio estudio interno de la compañía de Zuckerberg que admitía que su red social Instagram era perjudicial para los adolescentes. El informe reconocía que un 32% de las chicas menores de edad se sienten mal sobre su cuerpo y que Instagram «les hacía sentir peor». Facebook sabía que su aplicación de fotos elevaba las tasas de ansiedad y depresión de los jóvenes, pero Zuckerberg no sólo no hizo nada, sino que proyectó entonces un Instagram infantil. Aquellos informes de Facebook describían a los niños de entre 10 y 12 años como una mina de «riqueza por explotar».
Este mismo miércoles, Zuckerberg volvió a pedir perdón en el Senado, esta vez frente a varias familias que protestaban por el daño que las redes sociales han hecho a sus hijos: «Nadie debería haber pasado por lo que sus familias han pasado», les dijo. De nuevo, con traje negro y corbata gris.
The Wall Street Journal también había destapado en 2021 que los análisis internos de la compañía admitían que el cambio de su algoritmo para reducir el impacto de los medios de comunicación y priorizar la interacción entre usuarios había tenido un efecto perverso: fomentó el sensacionalismo, las publicaciones de odio y la polarización política. El informe citaba a España como un claro ejemplo de la crispación que las redes sociales estaban alimentando.
«El mayor pecado de las redes sociales ha sido el expolio sin escrúpulos de los datos personales, y en especial de datos personales muy sensibles», censura Véliz. «Esa explotación continúa hasta la fecha, a pesar de las varias multas y desafíos legales a los que se han enfrentado y se siguen enfrentando empresas como Facebook. Esa práctica de explotar tantos datos personales como fuera posible a toda costa ayudó a cimentar un modelo de negocio tóxico: hizo parecer lo inaceptable como normal».
«Facebook quiso experimentar emocionalmente con sus usuarios y su mayor pecado fue convertirse en un modelo de adicción»
Cada avance tecnológico de las redes sociales, cada nueva aplicación, cada compra, cada nueva pieza en el engranaje, fue perfeccionando una maquinaria adictiva como una droga de diseño. El muro, el like y el retuit, las recomendaciones, la falsa sensación de gratuidad, el scroll infinito, el dichoso algoritmo.
«El error de Facebook fue dejar de ser solo un espacio para compartir contenidos y pasar a ser un espacio en el que se podía controlar a los usuarios«, lamenta Álvaro Santana-Acuña. «Facebook quiso experimentar emocionalmente con sus usuarios y se convirtió en un modelo a imitar por todas las redes sociales, que entendieron que la única manera de competir era creando control social. El mayor pecado de Facebook fue convertirse en un modelo de adicción».
«Facebook es como las grandes tabacaleras, impone un producto que sabe que es dañino para la salud de los jóvenes«, denunció el senador demócrata Ed Markey en aquellas sesiones de control a la compañía. «E Instagram es ese primer cigarrillo de la infancia».
En octubre de 2021, Frances Haugen, ex directiva de Facebook, admitió en un programa de máxima audiencia de la CBS que ella era la garganta profunda que había filtrado los informes internos a The Wall Street Journal. «Los productos de Facebook perjudican a los niños, inflaman la división política y debilitan nuestra democracia…», había declarado ella también en la Cámara Alta. Dos años después, Haugen publicó un libro llamado La verdad sobre Facebook (Deusto) en el que relataba su fulgurante carrera en Silicon Valley y destapaba todas las miserias de la empresa.
«Facebook moldea por completo nuestra percepción del mundo a través de un algoritmo que decide la información a la que accedemos», denunció hace unos meses en una entrevista en PeriodistasdeGénero. «Incluso la minoría que no usa redes se ve impactada por la inmensa mayoría que sí lo hace. Una empresa con una influencia tan salvaje sobre tanta gente -sobre sus pensamientos, sus sentimientos y sus conductas más íntimas- requiere un control estricto por parte de las autoridades».
Facebook nació para reconectarte con tus colegas del instituto. ¿Se acuerdan? Echen un ojo a la página anterior… LinkedIn para buscar empleo. Twitter para recortar los blogs y que pudieras charlar con otros usuarios que compartían tus mismas inquietudes. Instagram para hacernos fotos de los pies en la playa y desayunar filtros con aguacate. Hoy nada es como era. Hoy tu único amigo se llama algoritmo. Y al dichoso algoritmo le dan completamente igual tus compañeros de clase, tu puesto de trabajo y tus pies posando en la orilla del mar. Sólo quiere atraparte en una vorágine inagotable de estímulos. Tu amigo el algoritmo de Facebook, el de TikTok, el de X o el de cómo se llame ahora sabe dónde vives, lo que te gusta comer, dónde viajas y dónde quieres viajar, lo que lees, lo que ves y lo que escuchas. Y también sabe que en menos de dos minutos volverás a mirar el móvil y a refrescar tu muro, que lo volverás a hacer al menos 30 veces más en la próxima hora, una vez por cada tres horas de sueño, unas 542 veces al día y cerca de 200.000 veces al año. Y que nada de lo que veas en tu pantalla lo recordarás dentro de nueve segundos porque después de cada mensaje, cada tuit, cada alerta, cada mail, cada meme, cada zasca, cada match, cada like, cada follow y cada unfollow, después de cada estímulo, vendrá otro. Y otro más. Y un millón.
«Todo cambió cuando dejó de entenderse al usuario como un ser humano con derechos y pasó a ser un objeto con el que se podía comerciar»
«Todo cambió cuando dejó de entenderse al usuario como un ser humano con derechos, con emociones, con pulsiones y con necesidades que debían ser satisfechas desde el respeto a su dignidad y la garantía de su libertad», lamenta Ricard Martínez. «Y se pasó a entender al ser humano como un objeto con el que se podía comerciar, como un valor más en el mercado. Se decidió que todo valía, que existía un riesgo pero que ese riesgo iba con cargo a beneficios. La filosofía de Silicon Valley era moverse rápido y romper cosas: el problema es que se rompieron demasiadas».
Recuerden: si el producto es gratis, significa que el producto eres tú.
«A mí no me importa demasiado cuando una plataforma me recomienda un libro, del mismo modo que me encanta llegar al bar de todas las mañanas y que me pongan el café cortado corto de leche con la leche fría», explica Martínez. «Pero eso es algo que he pedido yo, que ejerzo libremente y que me proporciona bienestar. Cosa distinta es cuando alguien trata de usurpar mi personalidad, personalizar mi experiencia e influir en mis decisiones, generando escenarios de consumo compulsivo o de toma de decisiones irreflexivas e irracionales».
Hace un par de semanas un juzgado de Barcelona condenó por primera vez a una subcontrata de Meta, la empresa matriz de Facebook, WhatsApp e Instagram, por los daños psiquiátricos que sufre un hombre que trabajó desde 2018 como moderador de contenidos en sus redes sociales. Su tarea consistía en asomarse a todo lo que se publicaba en ellas para clasificar sus mensajes y eliminar los inadecuados. Dos décadas después del primer mensaje que Mark Zuckerberg publicó en Facebook para hacer de internet un lugar mejor y más transparente, un trabajador de Barcelona, a 5.864 kilómetros de Harvard, se topó con decenas de vídeos de actos terroristas, suicidios, mutilaciones, amenazas, decapitaciones, violaciones y torturas. La sentencia, pionera en España, relata que desde entonces sufre ataques de pánico, conductas de evitación, aislamiento, rumiaciones hipocondriformes, sensación de disfagia, despertares nocturnos y una importante tanatofobia: miedo a morir.
«Facebook es una empresa tan tóxica, que ha abusado tantísimo de sus usuarios y con unos orígenes tan oscuros que hoy ya cuesta verle el lado positivo», lamenta Véliz.
Habían pasado también 20 años desde aquel experimento interactivo en una urbanización de Toronto cuando un equipo de economistas de las universidades de Stanford y de Nueva York puso en marcha otro ensayo para comprobar el impacto de las redes sociales en el estado de ánimo de sus usuarios. Seleccionaron esta vez a unos 1.700 y los dividieron en dos grupos. A los de un grupo les pidieron que desactivasen su cuenta de Facebook durante cuatro semanas. A los otros no. «Un mes después los cambios fueron drásticos», explica Max Fisher en Las redes del caos. «Las personas que desactivaron su Facebook estaban más alegres, más satisfechas con su vida y menos nerviosas. El cambio emocional equivalía a entre un 25 y un 40% de los efectos de ir a terapia: una disminución asombrosa para una pausa de cuatro semanas. El grado de polarización de esos participantes disminuyó casi a la mitad justo en el periodo en que se había producido la crisis de polarización que había puesto en peligro la democracia en EEUU».
La gente desconectó de las redes sociales y sólo en cuatro semanas volvió a ser feliz. Tan feliz como un chaval poniéndose ciego a Cheetos mientras escucha Hey ya en su habitación.